El último gran héroe

En marzo de 1980, hace 20 años, empezó a fraguarse un mito de la divulgación y la defensa de la fauna. El espíritu de Félix sigue vivo en las tres generaciones que convivíamos entonces y que seguíamos su obra televisiva y editorial. Ahora eso ya no sería posible.

Cuando a veces me paro a reflexionar sobre las personas a las que he admirado o me han aportado algo de provecho (aparte de los más allegados), hay siempre dos nombres inexcusables: Jacques Cousteau y Félix Rodríguez de la Fuente.

Monsieur Cousteau nos llevó en su “Calipso” por todos los mares conocidos, explorando los océanos, su superficie y, sobre todo, sus profundidades. Nos descubrió colores exóticos de seres que jamás habríamos pensado que pudieran existir, nos introdujo en el hasta entonces cerrado mundo de los inventos de investigación oceanográfica (la palabra “batiscafo” se convirtió en una de mis favoritas de mi limitado vocabulario infantil) y nos demostró que bajo una apariencia frágil puede esconderse el más intrépido de los buceadores. No todo el mundo estaba de acuerdo con sus ideas políticas, pero llegado el momento de valorar su trabajo de divulgación, poco importaban las diferencias ideológicas.

Aunque sin duda quien más ha influido en el conocimiento de la Naturaleza en España ha sido Félix. ¿Alguna vez ha hecho falta añadir su apellido? Todos le conocemos por su nombre de pila, como si fuera un familiar o un amigo más, como si en lugar de haberse introducido en nuestras vidas a través de un tubo catódico nos hubiera estado contando sus viajes, sus trabajos y sus experiencias sentado tranquilamente en el sofá de nuestro salón.

En mi caso, se sentaba en una silla plegable, en el avance de una caravana instalada en el camping donde pasaba con mis padres los veranos y los fines de semana. No todas las familias que convivíamos en tan peculiar barrio teníamos televisión, así que allí donde había una, llegado el momento de que empezara “El hombre y la Tierra”, era inevitable la invasión de chiquillos dispuestos a estarse quietos (¡milagro!) durante la siguiente media hora. Y no sólo chiquillos. Los padres y los abuelos se unían a la paralización general de la vida del camping, porque otro tipo de vida se movía en la pantalla.

La fabulosa música compuesta por Antón García Abril que servía de introducción a la aventura que íbamos a vivir con Félix hacía sonar sus timbales. Recuadros con fascinantes imágenes llenaban la pantalla. Nos disponíamos a acompañar al equipo por algún escenario cercano o lejano, espiando a sus habitantes salvajes y aprendiendo que había otras formas de vida, que los animales se comportan según su instinto o la información transmitida en sus genes, pero también que tienen culturas que se enseñan de generación en generación.

Aguantábamos la respiración cuando veíamos al alimoche coger la piedra con la que rompería su primer huevo, aunque nadie se lo hubiera enseñado. Nos inclinábamos hacia delante de pura tensión cuando la manada de lobos perseguía a los corzos cruzando el río. No sabíamos de parte de quién ponernos cuando el águila real agarraba a la cría de cabra montés frente a la mirada impotente de su madre.

Para nosotros, los niños y niñas fascinados delante de la televisión, era la primera vez que nos ofrecían una visión tan completa del mundo. Nos daba una sensación de cercanía, como si pudiéramos nosotros mismos salir al campo y empezar a ver a los animales en su hábitat, a observarlos, incluso a hacernos sus amigos, como Félix con su manada de lobos. Lo que veíamos podía estar ocurriendo unos metros o unos kilómetros más allá de nuestras paredes. Bastaría con acercarnos al borde de la ciudad para empezar a vivir lo que veíamos en la pantalla.

La peculiar voz de Félix y su tono, unidos a unos comentarios mezcla de ciencia, sentimientos, poesía y análisis crítico, hacían cada episodio inolvidable. Era fácil imitar su forma de hablar, y a eso jugábamos, convirtiéndonos así un poco en él, que era en realidad lo que deseábamos fervientemente.

Era nuestro héroe.

Entonces la situación permitía el nacimiento de héroes. En España sólo había dos cadenas de televisión y todos coincidíamos en los programas que veíamos. “Aplauso”, “Un, dos, tres”, “Crónicas de un pueblo”, “El hombre y la Tierra” y muy pocos programas más formaban nuestro universo televisivo.

Seguramente dentro de veinte o treinta años, si me pusiera a hacer una lista de los programas que veo ahora o de sus presentadores, no daría pie con bola. Ahora las programaciones de todas las cadenas están invadidas de horribles programas que compiten en horterez y de los que surgen cientos de personajes y personajillos que ocupan nuestras pantallas con una insistencia insoportable y que, una vez ha pasado la moda de sus muletillas, sólo se recuerdan vagamente y sin pasión, y sin duda con un poco (o un mucho) de vergüenza ajena.

¿Es que ahora no existen buenos comunicadores? Claro que sí. Y, si buscamos, seguro que todas las cadenas nos ofrecen un ejemplo. Pero se han unido dos circunstancias que impiden que los distingamos claramente. En primer lugar, los programas se han vuelto menos personalistas. Félix, Cousteau, Bellamy y Attemborough eran los indiscutibles protagonistas de sus series documentales, pero ahora estas series están producidas por grupos y corporaciones de comunicación que se han democratizado y carecen de un abanderado que reúna las cualidades necesarias para convertirse en el héroe de la audiencia. Por otro lado, con tanta oferta a nuestra mente le resulta imposible discriminar de una manera eficaz la información útil, y así prefiere no retener casi nada. Es como si una manada de bisontes pasara corriendo sobre nuestra memoria y sólo dejara tierra removida, en lugar de los pasos sigilosos de un zorro que marca sus nítidas huellas sobre el barro.

Félix fue ese zorro, pisando sobre un terreno poco transitado, propicio para conservar su marca durante mucho tiempo. Y, aunque tal vez ahora no estaríamos de acuerdo con algunas de sus ideas sobre gestión de la fauna (lamentablemente nunca podremos saber cómo se habría enfrentado a los problemas actuales), no cabe duda de que supo convertirse en nuestro héroe, en una clase de héroe que difícilmente podrá volver a darse y sin el que crecerán las nuevas generaciones. Y lo siento en el alma por los jóvenes de ahora. Aunque apareciera hoy mismo otro Félix, ya no sería igual.

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